Cuando estaba en la escuela primaria solía decirle a mis compañeros que yo había nacido en un avión entre Europa y Argentina.
De hecho creo que yo mismo estuve mucho tiempo convencido que había sido así, pero incluso después que mi vieja me dijera algo así como “¡pero no digas pavadas!” seguí alimentando el mito.
Lo cierto es que cuando tenía cosa de 6 meses mis viejos se mudaron a Italia por cerca de un año por cuestiones laborales, y algunas historias que pueden parecer míticas no lo son: dí mis primeros pasos en Londres y tuve mi primera navidad en Treia, abrigado hasta con gorro de lana y poncho.
Al año y medio de vida volví a Rosario (a la fuerza, que yo mucho poder de decisión no tenía entonces) pero no sé qué habrá quedado en mí de aquella experiencia que siempre tuve la certeza que viviría en este lado del charco en el que ahora me encuentro.
En 1984 (¡qué buen año para venir a Eurasia!) mis viejos decidieron hacer un maratónico periplo por estas tierras.
Recuerdo que Fabi, que era un desastre en el colegio, creyó hasta el momento del viaje que él no sería de la partida por sus malas notas… crueldades de mis viejos, o quizá oscuros métodos.
Yo cuando me enteré que viajaría a Europa, lloré. Lloré de emoción y alegría.
No podía creer que visitaría el continente de mis sueños.
Mi viejo dejó gran parte de la organización del itinerario a mí, pendejo imberbe de 15, casi 16.
Yo me recuerdo a la perfección, en la casa de calle Ocampo en Rosario, con una máquina de escribir, un mapa y una guía Michelin tratando de distribuir de la mejor manera posible 45 días de viaje, repartidos entre ciudades inevitables y pueblos perdidos de dios que Pepe Michelín juraba no debían ser dejados de lado.
Cada tarde cuando papá volvía del trabajo yo le mostraba mis avances que, debo hacerlo saber no sé si por agradecimiento o por asombro, eran respetados casi religiosamente.
Salimos un día creo que de Junio de 1984 toda la Brachetada: los viejos y los 4 críos, 2 de ellos en edad demasiado precoz para tal empresa. Mi hermana tenía 5 y mi hermano Sebastián apenas 3.
Los detalles de tan increíble y venturoso viaje quedarán para otra crónica, pero básteme decir que al final de él estábamos todos hartos del viejo continente.
Yo había detestado Paris y Roma (siento reconocerlo) y ya había peleado tantas veces con Fabi que hacia el final del viaje me limpiaba el culo con su toalla sólo para joderlo.
Nunca olvidaré cuando perdimos un vuelo hacia el final, los 6 corriendo en el aeropuerto cintas transportadoras a contramano, cargados de infinitas valijas producto de las interminables horas de compras de m vieja, con 2 críos que sólo gritaban por ser arrastrados sin piedad en medio del calor del verano, entre miles de personas que nos miraban azoradas, seguramente pensando que éramos una triste familia de refugiados políticos escapándose de la KGB.
No sé si los vuelos en esa época eran más permisivos o si mi papá adornaba generosamente a los vistas de aduana, pero lo cierto es que yo creo que llevábamos un promedio de 3 valijas (grandes) por persona. Unos cien mil kilos de equipaje.
Recuerdo que, entre otras cosas, compramos:
- un juego de cristal de Murano de copas de vino, con su botella correspondiente.
- un juego de té de porcelana de Capodimonte.
- las telas para las cortinas de toda la casa de mis viejos (una casa grande, con muchas ventanas)
- una computadora Atari con algunos cartuchos de juego.
- un juego de ajedrez de bronce con tablero de cuero, de Venecia.
- dos walkman (de los primeros!) marca Grundig, que compramos en Colonia en los primeros días de viaje. Esto me imagino que los viejos lo compraron para dejarnos contentos y con la esperanza de que jodiéramos lo menos posible durante la maratón. Recuerdo que compramos 2 cassettes: Fabi compró uno de Electric Light Orchestra y yo las 4 estaciones de Vivaldi. Ahora nunca jamás podré escuchar el Andante del Invierno sin recordar Aachen…
- millones de estatuitas, platos, adornos varios, souvenirs…
Yo no comprendo cómo es que nos dejaron subir con todo eso.
Imagino que eran épocas de plata dulce y que todos estaban más o menos acostumbrados al procedimiento argentino, como en su momento estuvieron acostumbrados en Paris a que los argentinos eran los más elegantes, gastadores y refinados de toda Europa, allá por 1910 y 1920.
No quiero ni pensar en cuánta plata se gastaron mis viejos en esa aventura.
Como muestra, déjenme contar que cada noche, cuando se acercaba la hora de cenar, mis viejos nos mandaban a Fabi y a mí a ver si el restaurante elegido a simple vista satisfacía nuestras exigentes expectativas.
De más está decir que muchas veces volvíamos al auto con una negativa decidida impresa en nuestros rostros al tiempo que decíamos “no, es muy oscuro”. O lo que fuera que no nos gustara. Qué malcriados que seríamos, que no aceptábamos meternos en cualquier hotel.
Cuando llegamos a Roma terminamos en la Pensione Nardizzi. Hay que reconocer que no era el mejor lugar de Roma para estar, pero… ¡carajo! era julio, plena temporada, llegando de prepo quizá a las 6 de la tarde… ¿qué esperás conseguir yendo tan poco preparado?
Con Fabi mostramos toda nuestra indignación por quedarnos ahí a pasar una noche, con el resultado de que al día siguiente nos mudamos al Diana, uno de los hoteles más caros de la ciudad.
Juro que pienso en esas cosas y me odio por haber vivido en una nube de pedos. Hay que reconocer que esa nube de pedos estaba alimentada desde la autoridad, pero eso no quita que yo haya sido un total inconciente.
Mis viejos se asustaron años después por mis displicentes actitudes frente al dinero, pero en estas cosas veo una causa posible, lo que no me excusa, es claro.
Terminamos el viaje exhaustos, quizá odiándonos todos, mucho más pobres, resentidos, sucios y más Brachetta que nunca, pero debo reconocer lo mucho que marcó mi adolescencia ese viaje.
La cantidad inmensa de recuerdos que dejó, que ya irán de a poco saliendo, si es que merecen ver la luz, la cantidad de vivencias…
El darme cuenta que mis viejos prefirieron gastar una fortuna y pasarla para la mierda, pero compartir un viaje inolvidable con sus 4 hijos antes que pasar la mejor luna de miel que el dinero pudiera comprar ellos sólos.
…y el haber sólo confirmado mi presentimiento de la escuela primaria, cuando yo todo henchido de orgullo les decía a mis incrédulos compañeros de grado: “yo soy medio europeo porque nací en el avión”.
El presentimiento de que yo ya pertenecía de algún modo a este lado del charco en el que ahora estoy.