¡Qué fortuna!

Ni idea a quién o a qué, o si sí o si no, pero igual no puedo dejar de estar agradecido infinitamente porque me voy otra vez a pasar unos días al país que más amo en el mundo: Italia.

Sólo imaginar que voy a estar caminando (¿nadando?) por lugares como este

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me emociona.

No puedo explicar con palabras lo que significa para mí este país.

Aunque parezca mentira, y esto me sucede siempre, ya el hecho de ver el mapa y recorrer nombres de ciudades y pueblos me humedece los ojos.

Saber que voy a caminar por las callejuelas perdidas por las que los turistas no se meten; saber que voy a perderme (¡otra vez!) por los laberintos de Venecia cuando ya todos se fueron a dormir; saber que voy a admirarme nuevamente frente a la tumba de los Scaligeri en Verona; saber que voy a pisar el patio que pisaron los Sforza; saber que voy a escuchar los ecos de las galerías donde Lorenzo de Medici leyó por primera vez a Machiavelli; saber que voy a pasar nuevamente bajo el arco de Michelangelo en la via Giulia, siempre cubierto de flores; saber que voy a tomarme un café en la plaza de la universidad de Bologna, quizá vecino de mesa de Umberto Eco; saber que voy a tocar (¡por primera vez!) las columnas de los templos de Agrigento, donde los primeros cristianos no sabían aún si adoraban a uno o a varios dioses; saber que voy a comer charlando del pasado y de la nostalgia con mis Brachetta en Treia, el pueblo del que partieron en los primeros años del siglo XX un grupito de soñadores que me enjendró.

Que partieron quizá para no volver y a quienes yo contradije volviendo.

Porque como dije arriba, no puedo explicar.

Debe ser mi sangre y capas de memoria colectiva que viven en mi y que hacen que sienta por este país indescriptible lo que no siento por ningún otro lugar sobre la tierra.

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