Horario de visita

Empezaba a sentir hambre y la tentación, descartada por la pereza de levantarse de su sillón, de buscar algo en la heladera cuando sonó el teléfono. Se levantó con desgano y tomó el receptor.
– Bagliotti – dijo con tono impersonal y distraído.
– Doctor, soy Roberto. Roberto de Donatis.
Reconoció antes la voz húmeda y jadeante que el nombre.
– Ah, de Donatis… Roberto… ¿Qué le está sucediendo? – Había un poco de hostilidad contenida en su voz.
– Doctor, lo llamo porque sigo con problemas. Ya hice todo lo que indicó. Todo sigue igual.
– No estoy en horario de consulta, Roberto.
– Pero, doctor, oiga, ya no sé qué hacer. Probé todo lo que me dijo y todo sigue igual. – Insistió.
– Lo entiendo, pero usted entienda que es sábado y no estoy trabajando. ¿Me entiende usted a mí?
– Si, claro, doctor, pero ¿no puede hacer una pequeña excepción? Estoy al borde de la desesperación. Terminé la caja esa de pastillas que me dio, hice los ejercicios de respiración que me pidió que hiciera, caminé, hice la gimnasia esa sueca o noruega. Incluso aunque usted no me lo sugiriera llegué a hacer un poco de natación. Nada cambia, doctor. Estoy igual que antes. Peor que antes. Dígame qué hacer, por favor, doctor.
– Roberto ¿usted no se da cuenta que yo no puedo hacer nada acá desde mi casa y por teléfono? Tiene que acercarse al consultorio. ¿Por qué no llama el lunes a Claudia y pide un turno? Yo me puedo hacer un lugarcito en la agenda para atenderlo lo más pronto posible. Mencióneselo a Claudia.
– No, doctor, espere, usted no entiende. No se trata de que yo no llegue a la cita. Se trata que yo no llegue al lunes. ¿Entiende? Estoy desesperado.
– Pero, de Donatis ¿usted quiere que yo haga milagros? ¿Cómo se le ocurre que puedo hacer algo en esta situación? ¡Por favor, de Donatis, póngase en mi lugar!
– Doctor, yo no sé, me podría llegar hasta su casa si…
– ¡Ni se le ocurra, de Donatis! ¿Entiende? Estoy en medio de una reunión familiar y aparte no tengo aquí nada del instrumental necesario para hacer algo por usted. Ni se le ocurra.
– Entonces dígame qué hago, doctor, porque yo ya no respondo de mí.
– En primer lugar se me tranquiliza, Roberto – Dijo intentando volver al tono conciliador. – Relájese, prepárese una tisana, ponga un poco de esa música que me dijo que se compró, esa con sonidos de pajaritos. Trate de no pensar, de vaciar la mente. Dese un baño de inmersión calentito. Llévese con usted un libro. Poesía, o las historias esas de las hadas que le recomendé. ¿Se acuerda?
– Me acuerdo, doctor, me acuerdo. Óigame, a mí no me costaría nada llegarme hasta su casa. Quizá si usted me viera y charlara un poco conmigo sería más fácil ayudarme.
– Mire, de Donatis. Mire, Roberto, no (¿lo oyó?) no se le ocurra porque no lo voy a atender. No puedo, ¿me explico? No puedo. Me estoy yendo en minutos a casa de unos parientes – Improvisó mintiendo.- Es el cumpleaños de uno de ellos. De mi suegro. Cumple 80 años hoy, ¿entiende? Y es el primer cumpleaños desde la muerte de mi suegra. ¿Entiende la importancia de eso? No lo voy a poder atender simplemente porque no estaré. Mi mujer ya está lista y yo estoy atrasado. Ni siquiera puedo estar más tiempo en el teléfono, Roberto, ¿comprende? Me tengo que ir, de Donatis. Haga lo que le dije y ya va a ver cómo pasa el mal momento. El lunes habla con Claudia. No, el lunes viene directamente, Roberto, me viene a ver. Yo lo meto entre dos turnos y charlamos, ¿le parece? Ahora me voy o no llego.
Bagliotti solo oía silencio del otro lado
– ¿Me entendió, Roberto? ¿Está ahí? ¿Me oye?
– Si, doctor, lo oigo. Está bien, no se preocupe, yo me arreglo. Lo veo el lunes. Hasta luego, doctor, y perdone.
– Hasta el lunes, Roberto, y hágame caso con lo que le dije; ya verá que el lunes quizá hasta se olvide de ir al consultorio. Se me mete en la bañadera, me lee algo ligero y me escucha los pajaritos. El lunes usted es otro.
– Ojalá, doctor.
– Hasta el lunes, Roberto.
Bagliotti colgó el teléfono con un sonoro suspiro de alivio, pero fue alejarse unos metros del aparato y comenzar a sentir remordimientos de conciencia que le hicieron detener la marcha. Se preguntaba si no habría sido demasiado duro, demasiado terminante. Una voz en su cabeza le decía que antes que los fines de semana y las reuniones familiares había no solo un juramento profesional, sino la piedad de un ser humano que tenía el poder de evitar el sufrimiento de otro y la obligación ética de usarlo.
Se sentó en la sala, retomando la lectura del semanario deportivo interrumpida por el llamado. Estaba sólo en la casa. Su mujer había salido a pasar el día con su padre, que necesitaba de su compañía, quizá para escapar de la tortura de una esposa que no dejaba de hablar trivialidades.
De repente lo atacaba otra vez el hambre, pero verdaderamente la pereza de levantarse era más fuerte. Sólo quería por un rato concentrarse en la lectura. No le era fácil; la historia ni siquiera era interesante. Se percató que se encontraba leyendo por tercera o cuarta vez el mismo párrafo, que discutía las posibilidades de un equipo de fútbol totalmente desconocido para él de ascender de división si continuaba con su buena temporada. Recomenzó con decisión, resuelto a terminarlo, pero a mitad de camino su cabeza ya estaba en otro lado.
¿Por qué él y Cecilia nunca se decidieron a tener hijos?
Al principio fue su juventud, luego sus profesiones, más tarde la inseguridad de ser, después de todo, una pareja frágil y por último la desidia.
Es claro que sabía que esas excusas no tenían ninguna fuerza ni validez, porque intuía que un hijo justifica a dos personas y no a una pareja, pero ¿quién entiende las verdades universales si tiene que lidiar con el desengaño de las falacias cotidianas?
Se levantó camino a la heladera y en el trayecto se distrajo observando la pequeña galería de fotos sobre el piano.
Se detuvo en la sonrisa de Cecilia. Esa sonrisa que lo había perdido más de 20 años atrás y que ahora, a través de las fotografías y los años sólo le parecía una mueca de cinismo, o una burla amarga llena de reproches.
Reconoció el porte orgulloso y un tanto arrogante que él mismo llevaba y que aún no había perdido. Pensó que en su momento esa arrogancia era espontánea y reflejaba el descaro del éxito, pero que ahora sólo era una sombra y una actitud teatral ni siquiera bien representada.
¿Qué había significado para él el éxito a los 30 años y qué significaba ahora? Su consultorio había ganado renombre como uno de los más serios en su especialidad a costa de mucho trabajo y amor propio, aunque bien era cierto que había cometido errores que le hubieran podido costar no solo la carrera sino incluso la libertad.
Pensó en la libertad. En su libertad.
Se dijo en voz alta que la libertad era el bien más precioso de la imaginación y sonrió por la ocurrencia.
Se sentó al piano y comenzó a tocar la misma melodía que tocaba cuando quería sensibilizar a una mujer.
Mucho tiempo atrás había sido una efectiva estrategia para ablandar el corazón de más de una de ellas, y era cierto que había sido importante como arma para la conquista de Cecilia, pero hubo algunas varias más que, antes o después de ella y en otros o ese mismo piano, habían cedido y se habían rendido frente a ese ingenuo encanto.
De pequeño soñó con ser músico. No era mal pianista e incluso llegó a dar algunos pequeños concierto que en los círculos íntimos en los que se realizaron fueron bien recibidos. Siempre tomó todas sus empresas con pasión y las defendió con vehemencia, pero cuando a su flamante consultorio comenzaron a llegar más y más pacientes y el dinero no tardó en comenzar a surgir como de una fuente, se obnubiló por el poder y el prestigio, que podía esgrimir como armas mucho más poderosas que las melodías pegadizas.
Luego llegó Cecilia y todo era tan perfecto. La situación ideal. La vida ideal. ¿Cómo puede ser que alguien se acostumbre tanto a la perfecta felicidad hasta el punto de faltarle tanto el respeto y dejarla escapar por descuido? ¿En qué momento de sus últimos 20 años había sucedido eso? ¿Pasó de a poco cada día, cada minuto? ¿En qué momento de su vida se percató de lo vanidoso que había sido? ¿Había existido ese momento? ¿Era ese aquel momento?
Sintió todo como una revelación y se preguntó con desesperación si no sería posible desandar el camino recorrido para reencontrarse consigo mismo en algún punto, sin importar que ese camino tuviera que recorrerlo sólo, sin reparar en lo que le costaría, el precio enorme que tendría que pagar para recuperar lo perdido.
¿Tendría todavía fuerzas para emprender ese camino?
Sonrió con amargura al recordar que sólo por pereza había desistido de llegar a la heladera, y cómo en esos insignificantes diez metros se había detenido en las fotos, en el piano, en las ilusiones perdidas y en lo vano de su frágil felicidad, y se dio cuenta que los caminos no se desandan. Que desandar un camino es emprender un camino nuevo. Que lo perdido no se recupera, porque cuando algo se recupera ya ha cambiado tanto el objeto o uno mismo, que nada es lo mismo.
En esos pensamientos estaba cuando sonó el timbre de la puerta.
Supo inmediatamente quién era, pero jamás llegaría a sospechar que del otro lado de la puerta Roberto de Donatis rezaba con fervor para que no hubiera nadie en casa, para que nadie atendiera su llamado, para que nadie abriera esa puerta, mientras estrujaba y arañaba sus manos porque sabía de lo que eran capaces si sus plegarias no eran escuchadas.
Bagliotti abrió con resignada decisión.
– Pase, Roberto. Lo esperaba.